Roberto Aizenberg sintetizó la amalgama perfecta entre dos figuras emblemáticas y contradictorias de los últimos siglos: el dandy y el neurótico obsesivo (1). Entre el vicio y la virtud, Bobby fue construyendo su camino en el campo del arte. Se lo veía posar frente a cámara y no alcanzan las palabras para describir el cuidado que empleaba en esas labores de divo, y a la vez, se filtraba en el retrato una pequeña veta irónica de la que jamás pudo, ni quiso, desprenderse.
Le encantaba ir de punta en blanco, como un colegial el primer día de clases. Era un narcisista nato, de una generosidad desconocida. Sus amigos hablaron maravillas de él, y no después de su muerte (1996), que siempre nos mejora. El esmero que ponía en el cuidado de su persona era nada comparado con la consagración a su trabajo. Cuando uno entraba a su taller se admiraba por el orden y la pulcritud; son de antología los pinceles de pelo de marta numerados del 1 al 20 sobre el escritorio, como si de ese orden hubiera dependido la consistencia del universo (dependía).
Roberto Aizenberg
Poseído por la repetición, Aizenberg no lograba sacarse de encima la diferencia. La manía por el detalle le impedía producir a gran escala, sólo cinco o seis cuadros por año. Era como una serpiente entre la maleza. Al acecho de la estocada justa, letal.
De la biografía de Aizenberg sabemos casi todo. Nació en Entre Ríos (la ciudad más surrealista de la Argentina, según él) en 1928. A los ocho años se mudó a Buenos Aires y tuvo un paso fugaz por el taller de Antonio Berni. Hasta que en 1948 oyó el murmullo de la tierra prometida en la Galería Peuser, donde exponía Juan Batlle Planas, de quien heredó el interés por el inconsciente y los sueños; pero también una rigurosa disciplina de trabajo pictórico, basada en el dibujo, la estructura y la reflexión teórica. Esa mezcla hizo de él un artista difícil de ubicar (2) en la historia del arte aunque, sin duda, con un lugar privilegiado.
Si Batlle Planas tendía a la exuberancia simbólica, Aizenberg llevó las enseñanzas del maestro a una depuración formal extrema, desarrollando su propio paisaje de torres, arquitecturas vacías y figuras suspendidas en el silencio. El silencio es el grado cero de la ausencia, sin embargo Aizenberg lo impuso como un actor dominante en sus obras, lanzándose a la descabellada tarea de pintarlo. “De lo que no se puede hablar, hay que pintar”, solía decir el artista a su círculo íntimo.
Torre, de Roberto Aizenberg (1990). Colección Castagnino Macro.
Pero el silencio viene asociado, generalmente, a la soledad y la contemplación, de ahí que muchas de sus obras acepten el mote de metafísicas, tendiendo lazos con otro nombre mentado hasta el cansancio cada vez que se habla de Aizenberg, Giorgio De Chirico, con sus famosos espacios detenidos en la soledad del pensamiento, como si la pintura misma (y no el pintor italiano) se preguntara qué ocurre con las cosas cuando nadie las mira (3).
Todo esto, y más (la pasión por la arquitectura, su timidez frente al público, los sueños premonitorios, el rechazo visceral a la nueva figuración, el texto que le pidió a Italo Calvino, etc.), puede leerse en mil y un trabajos biográficos, académicos, no tiene sentido reescribirlo, salvo que, como intuye Aizenberg, sea la saña repetitiva la que active la diferencia.
Para invocar la repetición volvamos a una pintura iniciática de Aizenberg, Padre e hijo contemplando la sombra de un día (1962), que transmite de manera armónica, aunque enigmática, un repertorio de ideas que lo obsesionaban. Pero, por favor, no nos equivoquemos, cuando decimos transmite no queremos significar que el pintor se sentó en su atelier, frente a la tela, y se puso a pensar: cómo transmito tal o cual cosa, sino que en la ejecución del cuadro surgieron diferentes concepciones sobre el tiempo, el espacio y el silencio, sin contar los pormenores de la relación filial.
Padre e hijo contemplando la sombra de un día, de Roberto Aizenberg (1962). Museo de Bellas Artes de Buenos Aires.
Entre 1956 y 1963 Aizenberg colocó en ciertas pinturas a un hombre y a un niño. Las especulaciones son variadas: si eran él y su padre, él y su sobrino, él y uno de los tres hijos adoptivos que fueron secuestrados durante la última dictadura y nunca más aparecieron (4).
Si Aizenberg se convirtió en un clásico es porque las generaciones siguientes han sido contaminadas por su legado. Un ejemplo concreto es Max Gómez Canle (1972) y una serie de pinturas que coquetean con el Padre e hijo…, desde formatos y propuestas estéticas disímiles. Aclaremos que Gómez Canle suele trabajar remitiéndose a obras del Renacimiento, el Romanticismo, el Barroco y el surrealismo metafísico (en sintonía con Aizenberg). He aquí el método: volver propio lo ajeno (o sea, volver ajeno lo ajeno).
En Be a fortress y Familia Veronese los paisajes son distintos, más naturalistas, más claros, más luminosos que los de Aizenberg; asimismo, las figuraciones humanas están compuestas por prismas cuadrangulares, en un caso blancos o grises, en otro verdes. Pero en Familia Veronese, al dúo original se le suma un integrante, es decir, padre, hijo y nieto, aunque por las dimensiones de las figuras, podría tratarse de un padre con dos hijos, o de tres hijos. Con esta mínima torsión Gómez Canle introduce el devenir en la pintura, una movilidad que los cuerpos representados, mayormente rígidos, parecerían rechazar. En la versión de Gómez Canle, la perspectiva cambia, los personajes se muestran de cuerpo entero, como si el artista (en el sentido del narrador del cuadro) se hubiese aproximado a la acción.
Familia Veronese, de Max Gómez Canle.
Pero Gómez Canle ejecuta otro movimiento. Las figuras humanas conducen a la Estatua N°5 de Aizenberg, armada a partir de formas geométricas coronadas con una bola que funge de cabeza, y con un elegante par de piernas (carece de brazos) que portan zapatos de mujer. Son piezas que no deberían estar juntas, pero Aizenberg las integra para componer el engendro y desencajar la percepción: la escultura desborda la representación del cuerpo femenino, volviéndose algo más vaporoso e indefinible, a pesar de la solidez material.
Estatua N°5, de Roberto Aizenberg (1967). Museo Moderno de Buenos Aires.
En una interpretación rápida, las esculturas de Aizenberg parecen más lúdicas que las pinturas, esas torres serias, solas, sólidas, pero en Estatua N°5, más allá del evidente espíritu surrealista, también observamos una notable impronta formal, círculos, rectángulos, sinuosidades, la preocupación intrínseca del escultor por el espacio.
Aizenberg aceptaba de buen grado su naturaleza obsesiva. Era un apasionado de la perfección, por el simple hecho de que si uno hace algo tiene que tratar de hacerlo de la mejor manera posible, pagando incluso con la vida. Eso se lo hizo entender el poeta Paco Urondo (5) cuando le recordó el infarto que había sufrido a inicios de los 70, casi como un anticipo temprano de su final.
Es sabido que a la hora de pintar (y para Aizenberg una hora sin pintar era una hora perdida) aplicaba la estrategia renacentista: pintaba y repintaba el mismo color, en capas delgadas, sutiles, muy finas, de manera que la superficie se cargaba de color, hasta que hacía vibrar la tela. Esa vibración generaba estímulos inesperados entre los espectadores, tal es así que en la retrospectiva del Di Tella de 1969 (la que da inicio a su carrera internacional), una niña se puso a bailar delante de los cuadros. Al verla, Bobby sintió que su misión en la Tierra estaba cumplida.
Coda:
En la proyección del documental Hay tiempo, dedicado a los 60 años de la galería de arte Ruth Benzacar, encuentro entre el público a Victoria Verlichak. Nos saludamos afectuosamente y con el humor que la caracteriza me presenta a la persona que la acompaña como Silvia, “la nieta de Aizenberg”. Quedo atónito. Le cuento que estoy terminando un ensayo sobre su abuelo, a lo que Verlichak acota que ella tiene un libro dedicado al artista, del que pude leer, a posteriori, algunos fragmentos (“Sus deslumbrantes composiciones, en donde por momentos coexisten lo sublime y lo siniestro, una precisión perturbadora y una atmósfera mística, parecen haberse asomado a la eternidad con la fuerza de aquellos que aspiran a ella”). Intercambiamos teléfonos con la nieta y quedamos en conversar luego de la publicación del texto. En realidad, me dijo que no era la nieta sino la esposa del nieto, que es una de las formas de ejercer la descendencia. Me arrepiento de no haberle pedido que cuente alguna anécdota, una historia que solamente ella conociera, pero bueno, mi instinto prefiere inventar a investigar.
Por ser artista de la galería, Aizenberg apareció en la película.
Se lo veía joven, espléndido, como siempre.
1. No es este el lugar indicado para ahondar sobre el concepto de neurosis obsesiva, nos limitamos a citar el texto del catálogo escrito por Valeria González para la exposición de Roberto Aizenberg, Trascendencia/Descendencia, realizada en la Colección Fortabat (2013): “Si ese artista que decía necesitar orden ‘en todo’, es también –como propuso Marcelo Pacheco– un ‘caso clínico’, la teoría psicoanalítica, en especial el estudio de la neurosis obsesiva, nos permite entender el lugar particular que la irrupción de lo inconsciente ocupaba en su labor pictórica, así como superar la aparente contradicción entre el procedimiento del buceo automático y el rigor de su factura. Sin agotar el tema, podemos esbozar dos rasgos significativos. En primer lugar, la certeza con que Aizenberg apeló siempre al nombre del padre. Su maestro, el artista Juan Batlle Planas, fue la encarnación de ese significante que, en términos lacanianos, a través de la represión garantiza el orden de un sistema simbólico. Luego, la compulsión a la repetición como tramitación de un encuentro traumático con lo real. Finalmente son los seculares enigmas de la sexualidad y la muerte los que inquietan desde el fondo de esas pinturas que, no sólo por su purismo formal, podemos incluir entre los grandes clásicos”. Respecto del concepto de dandy, alcanza con ver las fotos.
2. En realidad, no resulta tan difícil ubicarlo. Su obra se sitúa en una zona fronteriza entre el surrealismo y la abstracción metafísica. Para Aizenberg, la pintura debía revelar lo invisible, pero despojada, lo máximo posible, de elementos narrativos o anecdóticos.
3. Esta cuestión es harto compleja. Apenas escrita la frase se abriría una ventana entre la ficción y la realidad. El “nadie las mira” remite a la ficción diegética, la que ocurre en el desarrollo de la trama de la obra, y no podría concernirnos a nosotros, observadores de la pieza.
4. A comienzos de los 70 Aizenberg se casó con Matilde Herrera, periodista, poeta y militante de derechos humanos, Ella tenía tres hijos de una relación anterior (Valeria, José y Martín Beláustegui), que el artista adoptó como propios. Los tres fueron secuestrados durante la última dictadura militar argentina, junto con sus respectivas parejas; al momento de los secuestros, Valeria y la compañera de Martín estaban embarazadas. Los nietos nacidos de esos embarazos fueron recuperados posteriormente, tras haber sido abandonados por las fuerzas represivas. Devastados por la persecución y las pérdidas, Aizenberg y Herrera se exiliaron en 1977, primero en París y luego en Tarquinia, Italia, donde el artista continuó trabajando a sol y sombra, con una producción marcada por la ausencia y el duelo. Regresaron a la Argentina tras el retorno de la democracia. Como detalle trágico, en una clase pública a la que fue invitado por Vicente Zito Lema, Aizenberg declara en 1974 estar muy cómodo en Argentina, y que más allá de la conveniencia de emigrar para acceder al circuito internacional del arte, permanecerá en nuestro país. Sólo agregar que en el Parque de la Memoria se exhibe una enorme escultura póstula (Sin título, 1999) realizada a partir de un proyecto que el artista había dejado inconcluso antes de su muerte y que su familia y colaboradores llevaron a cabo siguiendo sus bocetos.
5. Francisco “Paco” Urondo murió el 17 de junio de 1976, durante la dictadura militar argentina. Era poeta, periodista y militante de Montoneros. Viajaba con su compañera, Alicia Raboy, y su hija Ángela por la provincia de Mendoza, cuando fueron emboscados por fuerzas represivas en la ciudad de Guaymallén. Según los testimonios, Urondo se suicidó ingiriendo la pastilla de cianuro para evitar caer con vida y ser torturado, siguiendo la práctica que algunos militantes adoptaban en ese contexto. Luego de realizarle la autopsia, circuló la hipótesis de que había muerto a consecuencia de golpes en la cabeza.