Viernes, 28 Noviembre 2025

Cielo e infierno: un sujeto adicto de Baudelaire a Burroughs

Una genealogía del sujeto contemporáneo en la creatividad de escritores y pensadores del siglo XX, atravesada por la evasión, el desdoblamiento y la enajenación de la modernidad.  
Por David G. Torres Sábado, 22 de Noviembre 2025
El jardín de las delicias, circa 1500-1505. Hieronymus Bosch. Museo del Prado, Madrid. El jardín de las delicias, circa 1500-1505. Hieronymus Bosch. Museo del Prado, Madrid.

 

Este texto es una versión revisada, adaptada y reducida por el autor del primer capítulo de su libro El ojo espejo. La autoría: del collage al comisariado de exposiciones, publicado por la editorial Anagrama en 2025 y titulado originalmente Cuando sea mayor, fumaré opio / Un sujeto externalizado.



El cielo se torna en infierno. Así se describen en múltiples ocasiones las experiencias vitales con las drogas. 

En Confesiones de un inglés comedor de opio Thomas De Quincey habla del cielo y del infierno para narrar una vida atravesada por el consumo de opio, que afecta a los modos de escribir y de relacionarse, que provoca placer pero al mismo tiempo es una condena. Explica el placer sensorial que provoca el consumo de opio y el sumergirse en las cloacas de la adicción. Cuenta cómo inició su consumo en 1804. La droga debía servir para aligerar las neuralgias y los problemas estomacales. Pero más allá de la automedicación y la búsqueda de efectos paliativos del dolor, descubre el placer que provoca. Hasta 1813, De Quincey ingiere opio una vez por semana, desde entonces la ingesta pasa a ser diaria. Cada vez necesita más cantidad. A finales de los años cuarenta del siglo diecinueve toma dosis enormes. 

De Quincey es un adicto. 

Y la adicción provoca momentos de confusión, nerviosismo, alteración, angustia y, además, no evita los males: el dolor de cabeza y estómago. Pero también es verborreica: le hace hablar, narrar, explicar con precisión. Es un sujeto escindido, pero también verborreico.

Baudelaire dedica la segunda parte de Los paraísos artificiales a Thomas De Quincey y sus confesiones sobre el consumo de opio. Utiliza a De Quincey para escribir sobre su propio consumo de opio y hachís. El texto de Baudelaire es una recensión del de De Quincey. Es un texto de corta y pega, agarra y reproduce trozos de texto del escritor inglés, los entrecomilla y a continuación los comenta. Está hecho a partir de otro, es deudor de otro, explica las experiencias de otro, como si directamente Baudelaire fuese De Quincey, como si no necesitase expresarlo de otra manera mejor, ya que ya lo ha hecho el inglés.

En el Poema del haschisch que también forma parte de Los paraísos artificiales describe los efectos del consumo de hachís, su historia, la geografía y los formatos en los que se puede ingerir. Explica que lo consume en forma de ‘Dawamesk’, una especie de mermelada que disimula el sabor amargo de la pasta de la resina de cannabis al mezclarla con miel, pistachos u otros frutos secos y mantequilla.

Y en seguida enumera las fases que provoca la ingesta de hachís. Hay que tener paciencia, no esperar sus efectos de manera inmediata, pero: “al cabo de unos minutos las asociaciones de ideas se van haciendo tan vagas, los hilos que ligan vuestras concepciones son tan tenues, que sólo pueden comprenderos vuestros cómplices, vuestros correligionarios”. Primer efecto, ideas que solo se comparten con aquellos que están en el ajo. Después la risa incontenible, con la que se aceleran las ideas y las conexiones entre diferentes elementos en la mente para dar paso a las alucinaciones: “Los objetos exteriores adquieren apariencias monstruosas. Se presentan en formas desconocidas hasta entonces. Luego se deforman, se transforman y, finalmente, penetran en vuestro ser o bien vosotros penetráis en ellos”.

La droga da acceso al paraíso, al cielo, a un paraíso artificial, fabricado, que se puede convocar. Placer y evasión aparecen unidos. Sumirse en un estado de extraña felicidad, en un paraíso artificial, coincide con el salir de uno mismo, evadirse y viajar. Justamente Baudelaire, que ha descubierto la vida moderna. Una vida eminentemente urbana, hecha de paseos, de salir, dejarse llevar y nocturnidad. La ciudad es ese lugar cautivador, iluminado, en el que sociabilizar, ver y dejarse ver, caminar y observar escaparates. 

La ciudad como un espacio en el que por primera vez puede darse el anonimato, evadirse, vagar aleatoriamente observando los sucesos urbanos y hacer uso del ocio, diurno y nocturno. La noche convertida en continuidad del día o el día alargando horas por la noche. Son las horas en las que dejarse ir. También las de los vampiros, los no-muertos y los chupasangres. Cuando muerden y succionan entran en trance, pierden el mundo de vista en una especie de orgasmo prolongado o subidón por efecto de la droga. Pálidos y con los ojos inyectados en sangre hundidos en los pómulos como aparecen en las fotografías los adictos en los fumadores de opio anteriores a la Primera Guerra Mundial, los rostros azules y verdes de Toulouse-Lautrec en Au Moulin Rouge, los de Kirchner deformados y flacos que a penas se aguantan derechos o la Sargantain de Ramón Casas tumbada, cansada, los ojos hundidos, la mirada perdida envuelta en una espacie de camisón amarillo en el que todas las arrugas y pliegues convergen hasta el coño. Cuerpos que se alimentan de otros, gozan y quedan agotados.

En el texto en el que reconocemos a Baudelaire más explícitamente como crítico de arte porque habla de otro artista, El pintor de la vida moderna, explica que lo que más admira en Constantin Guys es lo urbano reflejado en sus imágenes de burdeles, nocturnidad, ricos y pobres, tabernas, bailes y movimiento estampados con inmediatez en dibujos que parecen inacabados. Escribe: “La multitud es su dominio. Su pasión y su profesión es adherirse a la multitud. Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito”. De nuevo Baudelaire habla de sí mismo a través de otros. Escribe sobre el Sr. G. para narrar esa recién descubierta vida moderna. Una vida hecha encuentros sociales en torno a mesas con diferentes sustancias alcohólicas a ingerir y en interiores con literas o divanes, lugares hacinados algunos, húmedos, llenos de sudor, con cuerpos que parecen extraviados, fuera de sí mismos, en los que consumir opio. Esos espacios hacinados, nebulosos, como de caverna, iluminados por velas, aparecen en los grabados de Gustave Doré de los fumaderos de opio a finales del siglo XIX. La técnica de Doré parece reproducir los efectos de la droga, hechos como con diminutas punzadas, parecen crear una atmósfera ‘sfumata’ o desenfocada, con cuerpos se se amoldan a los objetos, a un diván o que encajan unos en otros, con caras deformadas.

En las múltiples fotografías y retratos de Baudelaire hay un rasgo común: los ojos vidriosos hundidos bajo unas prominentes ojeras y una mueca torcida, nunca sonríe. Es el poeta de la vida moderna, ha escrito sobre el pintor de la vida moderna. De él dice que buscaba una cualidad que si le permitíamos decirlo así la llamaría ‘modernidad’. El artista de la vida moderna es el de la imagen de la modernidad. La persigue y le rodea. La vida moderna es una vida de imágenes, no tanto como ahora, pero imágenes. Gente fotografiada y retratada manifestando su condición de individuos y, en el caso de un escritor, subrayando su condición de autor. La invención del autor, también es la invención de la imagen del autor o al menos de su representación. Es decir, de cómo deseas salir, cómo configuras tu aspecto, construyes tu perfil. De ahí la pose. La de Baudelaire en las famosas fotografías que le hizo Nadar: la mueca, el gesto, el lazo en el cuello, de medio lado y la mirada altiva pese a que los ojos aparecen llorosos, húmedos o inyectados en sangre. Parecen ausentes. Está fuera de sí, escindido de sí mismo en una imagen. Como si fuese otro. Como ese yo extranjero de uno mismo sobre el que poetizaba el verso perdido de Rimbaud, “yo es otro”, y que Roland Barthes recoge para aplicarlo de manera muy literal a la fotografía cuando en La cámara lúcida escribe: “La fotografía es el advenimiento de mí mismo como otro”.

David Wojnarowicz se fotografió portando una máscara de Rimbaud paseando por Nueva York en los años setenta. La serie de fotografías que documenta la acción lleva por título Arthur Rimbaud in New York. Posar en Nueva York como Arthur era para David la manera que tenía de marcar una conexión entre el escritor maldito y su propia contemporaneidad. Se siente como un Rimbaud, es Rimbaud. Como si se apropiase de una manera muy literal del verso del poeta. Un yo otro que pasea la ciudad. La ciudad como espacio social y anónimo en el que divagar entre escaparates, vehículos que exhalan humo tóxico, vapor de agua de los conductos de calefacción en medio de las calles, papeleras que rebosan botellas, papeles o un resto de comida envuelto en una bolsa, un transeúnte que corre, un cartel de publicidad semi arrancado mostrando unas letras y una pierna, un trozo de periódico o hasta una rueda de coche abandonada. A Robert Rauschenberg le sirve todo. Y lo combina. Son los Combine paintings de los años cincuenta y sesenta. Son como un trozo de ciudad de un deambular borracho o drogado.

En París, por las mismas calles del barrio latino y la Rive Gauche que Baudelaire, drogado, paseaba, un siglo más tarde deambula Guy Debord. Con amigos, bebiendo, abrazándose, fumando y compartiendo espacios con el grupo de la Internacional Letrista y la Internacional Situacionista. Existen múltiples imágenes cotidianas de los situacionistas, en la calle y en los bares, en Chez Moineau, todos bebiendo y fumando: Ivan Vladimirovitch literalmente empinando el codo, con una botella en la mano derecha, apoyado el brazo en una repisa, sentado; el interior de Chez Moineau donde se reúnen los situacionistas a beber y comer, compartiendo platos de comida preparados por la madame; Jean-Michel Mension abrazando a un amigo según echa una calada a un porro; de nuevo, Mension sonriendo en la calle con los ojos hinchados, los párpados forman bolsas oscuras que convierten al ojo en apenas una línea. Esta última fotografía ilustra la portada de la edición inglesa de su libro de memorias, The tribe (La tribu).

Es un libro sobre los años del situacionismo hecho a partir de múltiples conversaciones con Gérard Berréby y Francesco Milo durante 1997 en bares como Le Mabillon, Le Mazet, La Palette, Le Saint-Séverin, La Chope y Au Petit Soi, citados exhaustivamente al final, como una bibliografía. Los bares son la bibliografía. En el libro, Mension recuerda su vida en París a principios de los años cincuenta. Casi un siglo después de los paseos y el deambular entre antros de Baudelaire, rememora la vida callejera y el consumo alcohólico con sus jóvenes amigos. Insiste en que no solo tomaban alcohol, también fumaban mucho hachís. Mension explica que muchas noches cuando regresa a casa de sus padres en Belleville prepara cócteles con éter. Lo mezcla con el contenido de cualquiera de las botellas de alcohol que su familia guarda para las visitas. Otras noches, en las que sale con Guy Debord hasta reventarla, regresa apenas cinco minutos antes de que su madre salga a trabajar por la mañana. 

Los ojos de Guy Debord camuflados tras las gafas de alta graduación parecen inflamados, pero su boca es una sonrisa o una carcajada. Fotografiado sonriente, abrazado a un amigo, sentado tras una mesa o en un escalón en la calle, pero siempre con un cigarrillo en la mano o ya en la boca y en múltiples ocasiones con un vaso con cerveza, vino, whisky, ron, vodka… Debord bebe mucho. Jean-Michel Mension recuerda su resistencia al alcohol en las conversaciones con Gérard Berréby y Francesco Milo. Una tarde podía tomarse unas veinte cervezas acompañadas de pequeños chupitos de otros tantos rones.

Y como De Quincey y como Baudelaire, también Debord habla de su adicción. Y como ellos habla de sus efectos, de las cantidades y de las consecuencias.

El alcoholismo de Debord es una forma vital de situarse al margen, de rechazar convencionalismos. Debord quiere ser alcohólico. Lo explica en Panegírico: “Lo que sin duda alguna marcó mi vida entera fue el hábito de beber, que adquirí rápidamente”. Beber continuamente. Despertarse e hincarse un vaso de vodka. Permanecer borracho por periodos ininterrumpidos de tres meses. Cuando le preguntan que, con lo inteligente que es, cómo es que no ha escrito más, responde que sencillamente no ha tenido tiempo, que había que tener en cuenta esos periodos de más de tres meses borracho. Debord confiesa en el primer tomo de Panegírico, su libro autobiográfico hecho de aforismos: “Del escaso número de cosas que me han gustado y he sabido hacer bien, lo que seguramente he sabido hacer mejor es beber. Aunque he leído mucho, he bebido más. He escrito mucho menos que la mayoría de la gente que escribe; pero he bebido mucho más que la mayoría de la gente que bebe”. ¿Ponía el beber por encima de la escritura, por encima de un supuesto deber intelectual? ¿Beber era vivir?

El alcohol es el leitmotiv. Si Baudelaire peregrina por París drogado, Debord lo hace a través del alcohol: “He vagado mucho por algunas grandes ciudades de Europa, y he apreciado en ellas todo aquello que merecía la pena. En esta materia, la lista podría ser larga. Estaban las cervezas de Inglaterra, donde mezclaban las fuertes y las dulces en las pintas; y las grandes jarras de Munich; y las irlandesas; y la más clásica, la cerveza checa de Pilsen; y el barroquismo admirable de la Gueuze en los alrededores de Bruselas, que tenía un gusto distinto en cada una de aquellas cervecerías artesanales y no soportaba ser transportada lejos. Estaban los licores de frutas de Alsacia; el ron de Jamaica; los ponches, el aquavit de Aalborg y la grappa de Turín, el cognac y los cócteles; el inigualable mezcal de México. Estaban todos los vinos de Francia, los procedentes de Borgoña los mejores; estaban los vinos de Italia, sobre todo el Barolo de las Langhe y los Chianti de Toscana; estaban los vinos de España, el Rioja de Castilla la Vieja o el Jumilla de Murcia”. La auténtica deriva de Debord es la del alcohol. El retrato, de hecho, el autorretrato, de Debord está conformado por un divagar cuyo perfil queda trazado por la bebida.

Debord explica que el alcohol le da paz. También enfermedad: los insomnios, el vértigo, la gota y finalmente la polineuritis alcohólica. Recurre a Lautreamont, parafraseando el “hermoso como el encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, para explicarse: “hermoso como el temblor de manos del alcoholismo”. De hecho, otra cita a Lautreamont es una excusa que usa de manera recurrente: “El plagio es necesario. El progreso lo implica”. De nuevo, la técnica es usar a los otros para explicarse a sí mismo. Toda la segunda parte de Panegírico -como sucede en gran parte del libro ilustrado Mémoires que realizó en colaboración con Asger Jorn, publicado en 1959- está hecha de imágenes y citas. De hecho, Guy Debord lo aclara al inició, que incluirá muchas citas, que las citas sirven para explicarse bien, que están tejidas en lo más profundo de uno mismo. Panegírico es un intento de explicación propia, como si el yo fuese otro (de nuevo el “je est un autre” que escribía Rimbaud).

El 21 de diciembre de 1994, ha pasado casi un mes desde el suicidio de Guy Debord, Fernando Arrabal escribe un recordatorio de su amigo (¿un panegírico?) en el periódico El País. Es un texto de unas 1500 palabras en el que la referencia al infierno aparece más de 30 veces salpicada a lo largo del texto. ¿Qué es el infierno? Arrabal, no habla de la adicción, sino de la vida espectacular, el estar sometido al espectáculo. 

El infierno es no soportarse a uno mismo, es tal vez verse todo el tiempo, no extrañado de uno mismo, como en un panegírico o borracho, sino en la tele. El alcohol podía ser una forma de evadirse o de huir del espectáculo. Andrew Hussey en la biografía de Debord, habla de los últimos días de Guy y cuan bochornosa podía llegar a parecerle la visibilidad pública: Phillippe Sollers hablando de él como profeta posmoderno y la revista Les Inrockuptibles bautizando su anuario sobre la vida nocturna de París con un juego de palabras ‘Guide d’abord’ que aluden a su nombre. Finalmente la deriva y las borracheras nocturnas con amigos y amigas habían servido para conformar aquello a lo que se oponían: la misma sociedad del espectáculo. 

A Debord le asqueaba devenir él mismo en personaje público. 

El 14 de noviembre de 1994 había firmado un acuerdo con Canal+ Francia para organizar una programación especial dedicada a su figura con la proyección de Guy Debord. Son art et son temps producida por él y Brigitte Cornand, seguida de La Société du spectacle de 1973. Guy no llegó a ver la emisión el 9 de enero de 1995.

El 30 de noviembre de 1994, quince días después de firmar el acuerdo con Canal+, Guy Debord se disparó en el corazón. Lo encontró Alice Becker-Ho en la gran casa de su hermano que ocupaban en Champot, un pueblecito de Auvergne, en medio de bosques llenos de excursionistas muy alejados del barrio latino de París.

Guy Debord no dejó nota de suicido escrita conocida. Aunque esa última película estrenada póstumamente bien puede ser considerada una nota de suicidio. Se inicia con la recuperación de una discusión en la televisión francesa entre intelectuales sobre el valor del propio Guy Debord. Después, un repaso por las imágenes de Memories, el libro cercano a la poesía visual que realizó un año antes con Asger Jorn, e imágenes de la sociedad del espectáculo y su condición pornográfica: desde los hechos de Tiananmén hasta la emisión en directo del niño Omaira ahogándose tras las inundaciones producidas por la erupción del volcán Nevado del Ruíz; para acabar con François Mitterrand en actitud presidencialista y Bill Clinton haciendo footing rodeado de guardaespaldas. El documental ratifica su suicidio como el acto político y revolucionario que reclaman sus simpatizantes: el escritor contra la sociedad del espectáculo, decide acabar con su vida en cuanto ve que se acerca a ser un espectáculo.

Después de entrevistar a Alice Becker-Ho, Hussey llega a la conclusión de que en el fondo los motivos del suicidio de Guy Debord son un conjunto de aspectos: “la enfermedad, el orgullo, el rechazo a ceder ante las circunstancias, un gesto de gran belleza negativa, a la vez estético y político”. También habla de ese final en el que se ve derrotado, como parte del espectáculo, sin escapatoria y destaca que Guy también comenzaba a ser objeto de estudio de universitarios en todo el mundo y que empezaba a verse a sí mismo como a sus enemigos jurados los filósofos de la academia francesa: Althusser, Lacan y Foucault.

A Foucault no se le atropellan las palabras. Tiene un hablar pausado, argumentativo, con un lenguaje preciso, muy Collège de France. Incluso alguien que no domine mucho el francés puede entender cada una de las palabras e inflexiones perfectamente pronunciadas. Nada de balbuceo alcohólico. Y siempre con un aspecto limpísimo, impoluto. La cabeza afeitada da una apariencia higiénica, sumada al jersey de cuello alto, espartano, maoísta, que permite pocos floripondios.

Sin embargo, en Death Valley, en medio del desierto de Mojave en el suroeste de California, el jersey de cuello alto blanco parece exótico. Ha viajado hasta San Francisco para participar en un seminario en la Universidad de Berkeley invitado por Simeon Wade. Durante unos días se hospedará en su casa. Simeon Wade lo recuerda en Foucault in California. Ahí aparecen reproducidas algunas fotografías que se tomaron en aquel verano de 1975. El aspecto exótico de Foucault, además de por el jersey de cuello alto blanco impecable, queda acentuado por la americana de rayas casi ‘op’ y las gafas de sol con montura blanca. Contrasta también con Simeon, flacucho y melenudo, solo con unos tejanos recortados por encima de la rodilla o con su novio Michael Stoneman melenudo también, barbudo y sonriente. Hippies de California con un intelectual francés. En Foucault in California Simeon recuerda las conversaciones sobre música, sobre perros y gatos, sobre su estado físico, sobre el alcohol… El filósofo francés habla de su admiración por cómo Malcolm Lowry había usado el alcohol, el mezcal, de manera alucinógena. De hecho, además de para dar una serie de charlas en la universidad, Michel Foucault está ahí por motivos alucinógenos: Simeon, Michael y él, viajarán hasta Death Valley, pasarán la noche allí y experimentarán con LSD.

Tumbados miran al cielo estrellado, inmenso, escuchando Stockhausen. El lugar es Zabriskie Point, que da título a la película de Antonioni de 1970. Foucault recuerda la última escena de la película de Antonioni: la explosión de una casa en cámara lenta acompañada de una versión de Careful With That Axe Eugene de Pink Floyd. En Zabriskie Point ha encontrado una manera de escapar de la propia naturaleza corpórea: un lugar en el que tener la experiencia de ver cómo el mundo se desmenuza, se astilla delante de los ojos… se descompone en partes, y esas partes en nuevos trozos, como si fuese posible analizarlo, tener una visión de las partes constitutivas de todo.

Cuando en 2017 Heather Dundas de la revista Boom California entrevista a Simeon Wade con motivo de la publicación de su libro, insiste en la importancia que tuvo para Foucault la estancia en el Death Valley y la experiencia con el LSD. Indica que continuaron escribiéndose; que Foucault replanteó la Historia de la sexualidad que había empezado a escribir antes de la visita y que destruyó lo que tenía redactado. Declara que “entre 1975 y 1984 Foucault fue un nuevo ser”. Y, más allá, que cuando enfermó les expuso que tenía la intención de regresar a visitarlos para morir como Aldous Huxley. No pudo. Murió antes.

La muerte de Aldous Huxley seguramente pasó desapercibida entre los ecos del asesinato de JFK el mismo 22 de noviembre de 1963. Ese día, enfermo de un cáncer terminal de laringe, escribió una breve nota a su esposa Laura: “LSD, 100 microgramos, intramuscular”. Laura Huxley relata el proceso en una carta dirigida al hermano del escritor. Explica la última petición lisérgica de Aldous, cómo le administra la dosis y el proceso de su muerte: “Las cinco personas en el cuarto dijeron que esta fue la más serena y hermosa muerte. Tanto los doctores como enfermeras dijeron que nunca habían visto a una persona en una condición física similar irse con tanta facilidad, sin ningún dolor ni dificultad”.

Huxley, como De Quincey, Baudelaire o Debord, también escribió sobre la experiencia de la ingesta de drogas. En Las puertas de la percepción relata la primera vez que tomó mescalina. Ingiere una píldora a las once de la mañana. Se sienta en su estudio con la mirada fija en un florero de cristal: rosas y claveles, de colores disonantes. Y se concentra en ellas. Las siente respirar. Ve cómo se descomponen en sílabas. Y entonces reconoce su cuerpo como otro, un “No-Yo liberado de mi asfixiante abrazo”. Acto seguido, los libros de sus estanterías empiezan a brillar. La realidad se astilla y no importa. Siente una completa indiferencia respecto al tiempo y el espacio y todo le recuerda a un cuadro cubista de Braque donde los objetos se solapan. Y empieza a ver láminas, reproducciones desde Vermeer a Cezanne. Lo que se le hace verdaderamente interesante es el mundo exterior, no el interior, no el autoconocimiento que es aburrido, sino todo lo que sucede a su alrededor, los objetos, con los que se identifica, se ve como libro, como flor, como cuadro, como manzana… Su yo es otro. Otra vez Rimbaud: “yo es otro”. 

Empieza el viaje hacia fuera. La percepción de formas y colores en transformación. Formas geométricas que se hacen más complejas y se enredan. Huxley ve mosaicos y tallas. Luego edificios y bosques. Toda esa experiencia la tiene él, todos esos mosaicos, tallas, formas y colores en transformación los ve Huxley, pero, como Baudelaire con De Quincey, prefiere explicarlo a través de otros. Lo hace a través de Weir Mitchell, que escribió sobre la neurastenia, cuyas investigaciones influenciaron a Freud por ejemplo en la adopción del uso del diván, que también escribió novelas románticas, y que narró los efectos de la mescalina en carne propia. Huxley lo reproduce: “Vio una multitud de «puntos estrella» que parecían «fragmentos de cristales de colores». Luego, vinieron «delicadas películas flotantes de color»…”. 

También para Baudelaire deambulando por París las drogas provocan asociaciones de ideas insospechadas y una camaradería que solo puede entender alguien que está en el ajo. Es la camaradería que encuentra cada día Debord en sus derivas y encuentros borrachos en París. Las asociaciones de ideas se producen en sus películas y escritos en choques de imágenes que intentan descomponer una realidad volcada a la espectacularidad. Una realidad astillada, que se fragmenta en pedazos delante de los ojos de Foucault. Por su parte Huxley, drogado, se dedica a reconstruir un museo imaginado en el que reordena imágenes diversas, disímiles… Y recuerda que en realidad tiene que ver con una incapacidad: “Soy y, en cuanto puedo recordar, he sido siempre poco imaginativo”. Si Debord o Baudelaire se explicaron a través de otros, citando y entrecomillando, podía deberse a la ausencia de imaginación. 

Y si no escribieron mucho tal vez se debió a una falta de motivación.

Esa es una de las pocas cosas que William Burroughs ve con claridad: la cuestión está en la motivación. Escribe en Yonqui: “Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes que lo lleven en cualquier otra dirección. La droga llena un vacío. Yo empecé por pura curiosidad. Luego empecé a pincharme cada vez que me apetecía, terminé colgado”. Burroughs solo encuentra motivación en las drogas, puro deseo. También en Yonqui recuerda que el deseo fue la primera motivación: “Cuando sea mayor, fumaré opio”. Y luego continúa explicando cómo la droga marca los tiempos: el frío, el calor, la pausa… 

En la introducción de la edición por el 25 aniversario de Queer, Oliver Harris escribe que si Yonqui es una novela sobre la adicción, Queer lo es sobre el síndrome de abstinencia. Dice Harris que Burroughs concibe las dos novelas como una continuación, capítulos consecutivos de la vida. Recuerda una carta en la que cuenta a Kerouac que está escribiendo la segunda parte de Yonqui y que la diferencia entre ambas es que la primera fue escrita bajo los efectos de la heroína, la segunda no. Según Harris eso explica el estilo frío, objetivo y distante de Yonqui: el sujeto que se mira a sí mismo desdoblado, en la distancia, desde el exterior. Joan Vollmer, su mujer, le recrimina que cuando está colgado deja de estar.

Como en Baudelaire, Huxley o De Quincey, ese estilo frío y distante se corresponde con el deseo de descripción y de clasificación. En la introducción a El almuerzo desnudo, Burroughs enumera los tipos de drogas que ha consumido de la misma manera que Debord enumeraba los alcoholes: “He consumido droga bajo muchas formas: morfina, heroína, Dilaudid, Eucodal, Pantopon, Diosane, opio, Demerol, Dolofina, Palfium. La he fumado, comido, aspirado, inyectado en vena-piel-músculo, introducido en supositorios rectales”. En Yonqui explica el proceso: “La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después una gran oleada de relajación que te despega los músculos de los huesos y parece que flotes sin sentir el contorno de tu cuerpo, como si estuvieras tendido sobre agua salada caliente”. Y habla del mono, de que nadie deja las drogas voluntariamente, porque el mono dura entre cinco y ocho días y eso es demasiado. Que él tuvo que dejarlas por ejemplo en la cárcel y vuelve a describir: “Tenía el cuerpo en carne viva, contraído, tumefacto, mi carne helada por la droga se descongelaba haciéndome sentir dolores agónicos”. Imagino la piel fina y seca del escritor pegada a los huesos y músculos fibrosos, puro pellejo, flaco, con los pómulos extremadamente marcados en una mueca cadavérica, la boca recta se asemeja a un corte en la cara de la que sale su voz grave que parece surgir de las profundidades.

Huxley también escribe sobre el reverso de la fuga iluminada, la que provoca cierto pavor, miedo, en la que la fragmentación, el mundo y la realidad astilladas conducen a un camino que lleva hacia la esquizofrenia, hacia la caída en la enfermedad. Y aclara que mientras en la visión positiva el cuerpo se desdobla, habla de ‘desindividualización’, en la visión negativa el cuerpo se hace más denso, intenso, cerrado, hacia adentro, deja de ser externo, construido desde fuera, para ser interno, deja de ser liviano para ser pesado. Pesa, cae y provoca el descenso al infierno.

Si había dos cielos, el del espacio y el del paraíso, también hay, por lo menos, dos infiernos: el de la caída hacia la enfermedad y el del descenso a la insoportabilidad de lo cotidiano. Subir al cielo y bajar al infierno, uno era evadirse y el otro es caer.

Hemos volado y hemos caído, reconstruyendo mínimamente un relato de sujetos ajenos que se evaden. A través de un rastreo por la experiencia de algunos sujetos adictos, mirando a referentes del pensamiento contemporáneo desde su experiencia enajenada, hemos revelado una posible genealogía del sujeto creativo contemporáneo. Un sujeto externalizado que es centrífugo, que escapa de sí mismo, desde un lugar en el que aplica una mirada estroboscópica, que sin embargo quiere ser preciso, enumerando y explicando cada parte, cada experiencia, cada ingesta para construirse desde el exterior, para ser otro, hecho de los otros y que, por eso, escribe de otros para escribir de uno mismo.

 

 

 

 

 

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